Santísimo Cristo de la Misericordia “del Silencio”

El Cristo de la Misericordia  “es una de las imágenes que mejor nos expresa como entendieron el misterio de la Cruz los artistas andaluces, el modo como lo enseñaron nuestros pensadores sagrados y la forma como la vivió el pueblo fiel”

(Francisco Javier Martínez Medina)

Antigua

Foto:  Archivo web

     La imagen crucificada del Santísimo Cristo de la Misericordia es obra del bastetano José de Mora (Baza 1642-Granada 1724), quién la realizó en los años centrales de su producción artística (entorno a 1695) y en su casa del Albaicín, hoy denominada “Carmen de los Mascarones”, ubicada en la albaicinera calle Pagés, y en la que también viviera el canónigo y poeta granadino del siglo de oro, Pedro Soto de Rojas.  En su fachada existe hoy día un azulejo, que colocado por ésta Hermandad y Cofradía a modo de recordatorio, informa al transeúnte que en dicho lugar se talló este Cristo, que es ejemplo y paradigma de la perfección escultórica de la escuela barroca granadina, y que no contempla parangón alguno en la escolástica andaluza de su época.  Según  Antonio Gallego y Burín, “este Cristo es obra que debe situarse en la época central de la vida de Mora, en su instante de plenitud, posterior a la Soledad de Santa Ana y al Ecce-Homo de la Real Capilla, que parece anunciarlo”.
     Con José de Mora la escuela granadina del barroco se proyecta hacia el siglo XVIII. Miembro de una familia de escultores, él fue el de más valía; su padre, Bernardo de Mora -discípulo de Alonso Cano- fue uno de esos escultores de escuela sin gran fama; su hermano, Diego de Mora, cuya actividad artística corre pareja a la de José, aunque siempre supeditada a la de este que le superó en finura y estilo, tampoco puede señalarse como un maestro de gran personalidad artística.  José de Mora, que se forma bajo la influencia artística de Alonso Cano y de Pedro de Mena, es el más mítico de los escultores granadinos; todos sus biógrafos acentúan como nota dominante de su carácter una gran religiosidad que va a saber plasmar en sus imágenes. A pesar de sus viajes a Madrid, donde marcha para trabajar con el discípulo de Cano, Sebastián de Herrera Barnuevo, llega al poco a alcanzar allí gran renombre y predicamento por lo que es nombrado  escultor de cámara del rey Carlos II, hacia 1672.  Sus obras más importantes las hizo en Granada, y así, nuestro Cristo de la Misericordia (Iglesia de San José),  Ecce Homo y Dolorosa (Convento de Santa Isabel la Real),  la Virgen de la Soledad y San Pantaleón (Iglesia de Santa Ana),  o  San Bruno (Cartuja), son las más significativas. De entre sus obras en Madrid, la Inmaculada de San Isidro el Real, la del Marqués de Mancera, unos niños para el Colegio de Atocha, y especialmente el Ecce Homo y la Dolorosa del Convento de las Maravillas. 
     El crucificado de José de Mora fue concebido ex profeso y por encargo hacia 1695 por los clérigos regulares menores de San Francisco Caracciolo, que venían a ocupar la antigua ermita del patrón de Granada, San Gregorio Bético, en lo que hoy conocemos como Convento e Iglesia  de San Gregorio Bético, en la cuesta que lleva su nombre. Y es por el año de 1695 cuando vinieron a finalizarse determinadas obras que llevaron entre otros, a la ampliación del coro y de la iglesia, siendo este tal vez el motivo por el que la orden de clérigos se determinó a encargar la imagen del crucificado, y por el que fue dispuesta en una capilla de nueva construcción a raíz de la ampliación.  Corresponde desde luego la fecha a la etapa de madurez artística de nuestro autor.
     Fue su advocación inicial la de Santísimo Cristo de la Salvación, tal y como podemos observar en las crónicas del Padre Echevarría (cronista de los clérigos regulares menores de San Francisco Caracciolo), y que vienen a decir:
“No se puede omitir el esfuerzo que hizo la destreza del famoso Mora en la del Santísimo Cristo de la Salvación.  De tal suerte imitó en lo natural, que ha sido desde que se colocó en este templo el encanto de los que lo miran, y la admiración de los que penetran la fuerza de el arte; siendo ésta en tanto grado, que uno de los mejores artistas no ha dudado en estampar que sólo otra imagen se halla en el Reyno que le iguale”.
     Y es por mucho tiempo que nuestro sin par crucificado queda expuesto a la devoción particular del convento y a la pública de su ciudad, en una capilla concebida únicamente para él, recibiendo el culto de sus devotos a todo lo largo y ancho del siglo XVIII y de gran parte del siglo XIX.  Tras los procesos desamortizadores de las llamadas “manos muertas”, y más concretamente, en la desamortización auspiciada por el Ministro de Hacienda, Pascual Madoz,  hacia la década de los sesenta del siglo XIX, y motivándose también por las profanaciones sufridas en el templo de San Gregorio Bético al quedar éste en manos públicas, pasa nuestro Cristo de la Salvación a recibir culto en la vecina Iglesia de San José,  y no siendo éste un mero  cambio de templo, le sobrevino con poco el cambio de advocación pasando a denominarse Santísimo Cristo de la Expiración.
     Es hacia la década de los cuarenta del siglo XIX, cuando viene a quedar constancia de la agrupación de devotos que le daba culto y que venían dedicándole y celebrando un septenario y una función después de  Semana Santa.  Ya en aquellos años se presentaba la imagen en una cruz de taracea –cuyo original aún se conserva-, corona de espinas con nimbo –ambos de hojalata-, y unas enagüillas, de las que se conoce la descripción de tres de ellas por un inventario de la exclaustración.  El crucificado reposaba colgado sobre unas cortinas de damasco morado, de fondo, y alumbrado con dos grandes cirios.  Veamos como lo escribe el referido inventario:
“Un Santo Cristo de la Salvación –que era la advocación que aún recibía en ese tiempo- de talla sobre una cruz de madera con embutidos de concha y nácar.  Diadema de hojalata y enagüillas de tisú de oro bordado con encaje, un velo dividido en dos partes de damasco morado con sus varas de hierro.  Cuatro candelabros pequeños, dos de madera y dos de metal.  Dos pedestales de piedra para los ciriales… En la sacristía, tres pares de enagüillas del Santo Cristo de la Salvación, una con ramos de plata, otra de raso con lentejuelas y otra de gasa bordada de realce, todas con encaje”.
     Este ajuar de cuatro toneletes y los cultos, que a lo largo de los dos primeros tercios del siglo XIX recibía la imagen, denotan la existencia de un ordenado grupo de fieles que a modo de congregación se encargaba de organizar la devoción pública de la imagen, siendo ellos quienes le impusieran ésta segunda advocación de Santísimo Cristo de la Expiración.
     Más adelante en el tiempo, las referencias que encontramos de nuestro Cristo en el siglo XX podemos situarlas en las que vienen a hacerse una vez que es procesionado en el Santo Entierro Antológico, como Crucificado de San José.  Pero es su elección en 1924 como titular de la actual Cofradía de Penintencia de Semana Santa,   la que vino a determinar un nuevo cambio de advocación, siendo así venerado y hasta el día de hoy como  Santísimo Cristo de la Misericordia, conocido popularmente en nuestra ciudad como “del Silencio”, dado el recogimiento con el que realiza su Estación de Penitencia en la madrugada del Jueves Santo.
     Y así, iniciada la presente Hermandad y Cofradía recibe culto de continuo por parte y a través de la misma en su sede canónica de la Iglesia de San José que lo alberga, y en ésta ciudad de Granada que le ama y venera profundamente.  Como es bien sabido por todos, venía siendo grande el deterioro de la imagen muy antes ya de su proceso de restauración, principalmente por estar conformada por múltiples piezas ensambladas que aumentan y disminuyen de volumen según las variaciones de humedad y temperatura ambiente.  En semejante situación resultó ser en extremo dañina y gravosa para el futuro de la talla, la exposición sobre Alonso Cano celebrada en 1967 en el Hospital Real, debido precisamente al enorme contraste entre la humedad y la umbría de la capilla de San José, con las cálidas salas del recinto expositivo, calculándose que bien pudieron agravarse las adherencias de las colas originales que unen a unas piezas con otras, y a que con el transcurso del tiempo se produjera un singular resquebrajamiento de las policromías.  Continúan pasando los años y con ellos el patente deterioro de nuestra imagen, dando lugar a que entrados ya en el año de 1975 el equipo de escultores y restauradores de la Dirección General de Bellas Artes y de la Real Academia de Nuestra Señora de las Angustias, dictaminaran la total inmovilización de la imagen en su capilla de la Iglesia de San José, a fin que no se dañase más con los traslados y desfiles procesionales. 
     Estudiada por la Hermandad y Cofradía la posibilidad de su sustitución, vino a celebrarse un contrato con el profesor y escultor granadino D. Antonio Barbero Gor, por el que éste se comprometía a realizar una copia por puntos de la extraordinaria imagen barroca que nos ocupa, y como no hay rosas sin espinas, este año se encontró la Cofradía con varias adversidades;  por un lado, la celebración del cincuentenario de su fundación, y por otro, ciertas inoportunidades de última hora que le iban a poner muy cuesta arriba la celebración de la Estación de Penitencia, y es que el templo de San Pedro, de donde parte tradicionalmente la Cofradía, estaba en obras;  de otra suerte, que parte de los costaleros exigiesen una cantidad adicional y desorbitada para sacar el paso, y todo esto sumado al contratiempo de tener aún inacabada la nueva imagen para las fechas de Semana Santa.  A última hora vinieron las soluciones de urgencia, tal vez buenas para unos y no tanto para otros, pero soluciones al fin y al cabo, y así se vino a procesionar nuestro crucificado en su talla original tendido o recostado sobre unas angarillas portadas por los propios cofrades, iniciando su recorrido desde el vecino Convento de San Bernardo, para sortear riesgos previsibles y para que sufriera el menor daño posible.  No hay ni que decir que la Estación de Penitencia de ese año en su peculiaridad, fue toda una prueba de fe y del enorme espíritu de piedad y de sacrificio que animaba a los hermanos de esta Cofradía nuestra.  En lo sucesivo y con el transcurso de los años, hubo que esperar hasta 1994 para que tanto la imagen original como la gran cruz de taracea comenzasen su proceso de restauración en una acertada intervención dirigida con maestría y profesionalidad por la profesora Dª. Bárbara Hasbach Lugo.  Hoy recibe los cultos de su Hermandad y Cofradía a excepción de los de la procesión de penitencia, salvo el paréntesis introducido con licencia eclesiástica para su salida extraordinaria con motivo de la celebración de la Passio Granatensis que aconteció en nuestra ciudad en la tarde del Sábado Santo 11 de abril de 2009.
     Es nuestro titular uno de los máximos exponentes de la escultura de nuestra tierra en la representación del crucificado en el más absoluto clasicismo. Se trata de un crucificado de tres clavos sobre una cruz plana de taracea. Muestra a Jesús de Nazaret ya muerto, con la cabeza suavemente inclinada sobre su hombro derecho y la barbilla clavada en el pecho. Los brazos forman un acusado ángulo, por eso y aunque estirados no exageran la definición de pectorales y la blandura de sus carnes se hace patente en el vientre,  mientras las piernas se mantienen rectas excepto una pequeña flexión de las rodillas que mantiene el pie izquierdo sobre el derecho, frente a la habitual disposición contraria de la época.  En las heridas de los clavos apenas se aprecian desgarraduras y casi no hay rastros de sangre, al igual que en la herida del costado de la que manan unos finos hilillos que recorren el torso hasta la cintura. Muestra por tanto una disposición serena, sin torsiones agónicas, transmitiendo un reposo absoluto.
     Su cabeza es excepcionalmente bella, mostrando claros rasgos semíticos. Sus párpados, muy abultados y entrecerrados, dejan ver los hundidos ojos de cristal. Las cejas tienen un marcado quiebro característico del escultor. La nariz es larga y ligeramente aguileña, se muestra afilada por el rictus de la muerte, al igual que los pómulos. Su boca entreabierta muestra los dientes resecos entre los labios exangües muy dibujados y sombreados por un ligero bigote. Sobre el pecho cae la barbilla envuelta en una barba bífida que se desparrama. Estos elementos, bigote y barba, están realizados en parte a punta de pincel, y su relieve apenas se hace notar. El cabello es suavemente ensortijado, forma ondas grandes y abiertas que caen sobre el hombro izquierdo hacia atrás, y en el derecho hacia delante. También parte de la cabellera, sobretodo la que cae sobre el pecho y el rostro, ha sido realizada también a punta de pincel a medida que se difumina delicadamente en un fenomenal efecto de la policromía y no de la talla. La corona de espinas que porta es sobreañadida, de metal oscuro, no tallada, que en ningún momento distrae la atención hacia ella ni hacia los sufrimientos que causa.
     Todo el cuerpo presenta una musculatura proporcionada, pero no desmesuradamente remarcada. Las manos están entrecerradas, algo poco frecuente en la escultura andaluza. El cuerpo se mantiene erguido, recto, como si la muerte no le hubiese vencido aún.  Es elegante y fuerte, sin llegar a proporciones hercúleas.  El paño de pureza, es de tela encolada y tiene un característico y muy poco habitual tono carmín violáceo, estando ceñido a la cintura por una cuerda y dejando al descubierto la cadera derecha. La tonalidad pálida de su cuerpo, muestra de la muerte, no se acompaña de cardenales, heridas, laceraciones, llagas, ni sangre en exceso.
     En verdad podemos concluir que nada en la obra de José de Mora alcanza la maestría lograda en el Cristo de la Misericordia de la Cofradía del Silencio. Su serena majestad nos lleva a la unión perfecta del tipo con el arquetipo,  y a la del realismo más sobresaliente con la nobleza y dignidad más elevadas.  Para  Antonio Gallego y Burín, “es una obra de tamaña categoría, que no tiene en la escuela del Sur, ni antecedente exacto ni réplica que la iguale ni supere. Será siempre el Cristo de Mora, el suyo y sólo el suyo; pero a la vez el Cristo andaluz y, para nosotros, el más andaluz que conocemos.  Es el Cristo español, pues en él se sintetizan y se funden las tendencias del alma fogosa y expresiva del Sur con la serenidad y clasicismo del alma castellana”.    Esto vendría a explicarnos la exagerada   y a la vez acertada devoción que despertó desde antaño. Siguiendo a Domingo Sánchez Mesa, se considera como una obra de exquisita policromía, pues en ella, José de Mora viene a policromar a la vieja usanza, pulimentando y abrillantando las carnes como si fueran de tonos marfileños sucios, que al alumbrarse a la luz de los cirios, fingiría temblores y suaves movimientos; es una policromía fundida en la escultura, resultando una escultura hermanada en su esencia con la policromía. En esta obra José de Mora consiguió conjugar con perfección absoluta y verdadera maestría, los valores escultóricos con los pictóricos.
     Es el Cristo muerto, el entregado, el sacrificado.  Mora lo aparta de luchar con la muerte, lo sitúa más allá de ella, más cercano a su triunfo sobre la muerte misma. Bajo sus carnes marfileñas, tiembla el misterio de la Resurrección. Su vista no nos angustia, pero nos sobrecoge y nos atrae. Tiene la fuerza extraña de un misterio, que no se anuncia en nada, que no se expresa en nada, pero que sujeta y conmueve totalmente.
     No es la evocación de la muerte, es la “muerte viva”, la misma muerte hiriéndonos con su cuchillada.